‘Viven’, 40 años después: la historia de una tragedia

El primer día en el infierno fue helado. El viernes 13 de octubre de 1972, cuando salió de lo que quedaba del fuselaje, Roberto Canessa solo escuchaba gemidos y llantos en ese Valle de las Lágrimas donde le había tocado caer. Era uno de los sobrevivientes de un avión que se estrelló en las montañas.

Viven

El 13 de octubre de 1972, un avión que llevaba a un equipo de rugby se estrelló en los Andes. Dieciséis de los 45 ocupantes sobrevivieron.

EL ACCIDENTE. El Fairchild Hiller FH-227 de la fuerza aérea uruguaya había partido de Montevideo rumbo a Santiago, e hizo una escala en el aeropuerto El Plumerillo de la argentina ciudad de Mendoza. Llevaba a jugadores, familiares y amigos del club de rugby Old Christians, pero nunca llegó a su destino: un error al calcular la fuerza del viento en contra evitó que superaran la montaña Hilario, una cumbre de 5 mil metros cerca de la frontera con Chile. La nave chocó tres veces contra los cerros, perdió las alas y la cola. Se convirtió en un proyectil, en un ataúd metálico y gigante que se deslizaba por el cerro.

LOS MUERTOS. Cuarenta pasajeros y cinco tripulantes habían subido al Fairchild que se estrelló en los Andes chilenos hace exactamente cuatro décadas. Solo salieron dieciséis: 13 murieron en el accidente. Otros cinco, fueron pereciendo por sus heridas en los días subsiguientes. Al día 17, otros ocho fueron aplastados por una avalancha que sepultó el fuselaje del avión que servía de refugio a los que se habían salvado. Hasta el día 60 fallecieron otros tres.

LOS LÍDERES. Roberto Canessa, un estudiante de medicina de 19 años, fue el encargado de cuidar heridos. Uno de ellos fue Nando Parrado, quien agonizaba por una grave herida en la cabeza. Fue colocado junto a los cadáveres a un lado del fuselaje y el frío del metal terminó desinflamando su lesión. La madre de Nando había fallecido de inmediato y su hermana moriría el día nueve, en sus brazos. Dos días después, escuchó en una radio a pilas que habían dejado de buscarlo y tomó la decisión de salir. “Siempre pensé que me moría. Siempre. Pero me empeñé en salir porque la posibilidad de morirme sentado me parecía más horrible aún”. Ellos dos serían los que harían posible el rescate, 72 días después del accidente.

LA VIDA EN LA MONTAÑA. En el Valle de las Lágrimas solo había ropa sacada de los maletines que no era adecuada para el frío. Se hacían abrigos con lo que buenamente podían: los forros de los asientos se convirtieron en guantes; el relleno de estos, en botas. Los cristales oscuros del avión se hicieron lentes para evitar la ceguera. Calmaban la sed con copos de nieve. Cuando estaban dentro del fuselaje, orinaban en la cámara de un balón de rugby. Todos padecían de estreñimiento crónico. Hacía hambre. El día 36, en una expedición, hallaron chocolates y licor en la cola del avión, a donde fueron en busca de una batería que hiciera funcionar la radio, pero nunca lograron que eso ocurriese.

LA COMUNIÓN. El día once, los sobrevivientes oyeron que la búsqueda había terminado. Que estaban a su suerte. Desde antes, se había instalado en el grupo el ansia por el alimento. Algunos empezaron a cortar con vidrio los cuerpos para comer la carne que secaban al sol. Después, todos se convencieron de que debían hacerlo. Al ser salvados, casi dos meses después, los agentes del Servicio Aéreo de Rescate chileno encontraron la fuente del alimento. Nando Parrado asegura que los familiares lo entendieron: “Ellos dijeron que menos mal que había 45 para que podamos tener 16 hijos de vuelta. Nos quieren como hijos. Supongo que en su yo más íntimo cuando nos ven piensan porqué sobrevivimos nosotros y no sus hijos”.

LA OTRA MUERTE. La avalancha del día 17, que acabó matando a ocho de ellos fue terrible. Estaban todos dentro de la nave. Acababan de rezar el Rosario, pero el clima era gris: acostumbraban conversar luego del rezo hasta quedarse dormidos. Esta vez apenas lo hicieron. De pronto, la tierra tembló y el fuselaje terminó lleno de nieve y apenas tenían un metro de altura para moverse, en el mejor de los casos. Salvaron a los que pudieron y lograron hacer un hueco en el techo para recibir oxígeno pero afuera la tormenta amenazaba. Estuvieron tres días enterrados vivos.

LA TRAVESÍA. Al día 61, una vez que el clima mejoró, Canessa y Parrado salieron en la expedición que debía garantizar la vida del grupo. Iban con Antonio Vizintín, un jugador de rugby de 19 años que se conservaba en buen estado físico a pesar de los dos meses de aislamiento. Tres días después llegaron a la cima del monte Hilario, que Nando rebautizó como Seller en honor a su padre. Ahí un agotado Vizintín prefirió dejarlos avanzar solos. Llevaban raciones de comida y todo el abrigo que pudieron llevar. Su error estuvo en el mapa: convencidos de que se hallaban en el lado chileno de la cordillera, caminaron hacia el oeste. Si hubieran ido hacia la dirección opuesta habrían recorrido la mitad de la distancia para encontrar civilización.

EL MENSAJE. Canessa y Parrado vieron verde. Ya no había nieve. Vieron una lagartija, el primer ser vivo en 70 días. Un río. Era de noche. Al otro lado, un arriero, Sergio Catalán, les hizo entender que volvería al día siguiente. Roberto Canessa se había quedado metros más arriba. A la mañana, el arriero volvió y les lanzó un papel atado a una piedra. Nando escribió: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”.

EL RESCATE. Catalán avisó a las autoridades y de inmediato emprendieron la búsqueda. Los helicópteros llegaron guiados por los dos expedicionarios hasta el valle de las Lágrimas en el día 71. Seis de los sobrevivientes subieron. Cuatro socorristas se quedaron con los restantes hasta el día siguiente, cuando volvieron por ellos. Ese día de convivencia fue terrible: los rescatistas miraban con recelo a los hombres de las cavernas en que se habían convertido los viajeros. Solo uno de ellos se acercó y pasó la noche con aquellos que aspiraban a volver a la civilización.

LA VUELTA AL MUNDO. El rescate del 22 de diciembre de 1972 no fue el final de la historia: los sobrevivientes tuvieron que reaprender cómo vivir en un mundo distinto al de la nieve. Se convirtieron, sin pedirlo, en celebridades: algunos dictan conferencias o publican libros. Los restos de los fallecidos descansan bajo una gran cruz de hierro que fue colocada un mes después de que los dieciséis uruguayos salieron con vida del infierno helado. Varios han vuelto, para rendir homenaje a los que les dieron vida.

Fuente: El Comercio






Sección: Mundo